La
oficialidad de la fragata inglesa lucía casacas rojas, mientras que los mandos franceses
iban de azul. En esas condiciones, era fácil entablar un combate cuerpo a
cuerpo. El problema lo tenían los marineros de ambos buques, que no estaban sujetos
al rigor del uniforme militar. Desaliñados y harapientos por igual, exhibían sin
complejos una beligerante despreocupación por el tema indumentario. Así, de
entrada, era imposible saber a qué bando pertenecían. La mejor manera de no
herir a un compatriota, en medio del tumulto, era reconocer en él al compañero
de litera o al ayudante en las tareas cotidianas. Pero lo peor llegó cuando
alguien bajó a la bodega y rescató a los prisioneros españoles. A partir de ese
momento, antes de embestir a quien hubiera delante, cada cual cruzó insultos en
su lengua vernácula, con el fin de evitar (en lo posible) que todo aquel ardor
patriótico derivara en promiscuidad.
(En su versión catalana, este texto quedó finalista en el IV Premi de Literatura Breu L'Actual - 2017, en Castellar del Vallès)
El insulto se revela como la forma de evitar males mayores en plena batalla. Lo malo es quienes callan.
ResponderEliminarUn saludo.
A quienes callan les hacen callar, es evidente. Gracias por leerme, José Antonio.
EliminarCasacas rojas y azules. El resto desaliñados y harapientos. La vida misma!! ��
ResponderEliminarPor supuesto. A la guerra se va por convicción, o por dinero, o por necesidad, o por vete a saber qué motivos. Un placer verte por aquí, Claudio. Un abrazo.
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