lunes, 20 de agosto de 2018

ABORDAJE


La oficialidad de la fragata inglesa lucía casacas rojas, mientras que los mandos franceses iban de azul. En esas condiciones, era fácil entablar un combate cuerpo a cuerpo. El problema lo tenían los marineros de ambos buques, que no estaban sujetos al rigor del uniforme militar. Desaliñados y harapientos por igual, exhibían sin complejos una beligerante despreocupación por el tema indumentario. Así, de entrada, era imposible saber a qué bando pertenecían. La mejor manera de no herir a un compatriota, en medio del tumulto, era reconocer en él al compañero de litera o al ayudante en las tareas cotidianas. Pero lo peor llegó cuando alguien bajó a la bodega y rescató a los prisioneros españoles. A partir de ese momento, antes de embestir a quien hubiera delante, cada cual cruzó insultos en su lengua vernácula, con el fin de evitar (en lo posible) que todo aquel ardor patriótico derivara en promiscuidad.

(En su versión catalana, este texto quedó finalista en el IV Premi de Literatura Breu L'Actual - 2017, en Castellar del Vallès)

4 comentarios:

  1. El insulto se revela como la forma de evitar males mayores en plena batalla. Lo malo es quienes callan.

    Un saludo.

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    1. A quienes callan les hacen callar, es evidente. Gracias por leerme, José Antonio.

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  2. Casacas rojas y azules. El resto desaliñados y harapientos. La vida misma!! ��

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  3. Por supuesto. A la guerra se va por convicción, o por dinero, o por necesidad, o por vete a saber qué motivos. Un placer verte por aquí, Claudio. Un abrazo.

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