Se
invitó a todo el mundo a la inauguración de la nueva librería. Si la respuesta
hubiera sido la esperada (proporcional al número de tarjetas enviadas) el aforo
del local habría resultado insuficiente. Se invitó incluso a las otras
librerías de la ciudad, que vieron en ese gesto un detalle de soberbia, una
provocación innecesaria. Estaban equivocadas: el nuevo establecimiento no era
un rival, no amenazaba para nada su cuota de mercado, no venía a competir sino
a complementar. Aun así, nadie acudió a la presentación. Ni las autoridades, ni
la prensa, ni el público en general. No obstante, el negocio se puso en marcha
y –como por ley natural– aparecieron los clientes. Al principio eran
estudiantes distraídos, transeúntes ociosos, alguna pareja de enamorados en una
tarde de lluvia. Poco a poco fue llegando más gente a contemplar los inmensos anaqueles
llenos de libros vacíos. Hasta que, un día, entraron los autores. Primero
–disimulando– a consultar obras ajenas; luego –ya sin pudor– a interesarse por
las propias. Tiempo después, cuando la tienda ya no llamaba la atención en el
barrio, se supo al fin que aquella singular librería de libros aún no escritos
había venido para quedarse.
Ganador mensual en el IX concurso de la Microbiblioteca (Mayo 2020)
No sé si las librerías de libros por escribir tendrían éxito, pero, desde luego, nuestras vidas están por escribir. Con o sin invitación.
ResponderEliminarUn abrazo y feliz verano.
Al menos la temática de la librería era original, jaja...
ResponderEliminarQué bonito! 💛
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