En
una de aquellas frías noches de enero, a un soldado le dio por tocar el violín.
Algunos de sus camaradas ni siquiera sabían que supiera tocar, ni que llevara
consigo el instrumento, cuyas notas aliviaban el pesar de la contienda. A la
noche siguiente se le unió un clarinete, salido igualmente de nadie sabe dónde.
Y el dúo se acoplaba tan bien que pronto privó del sueño a la mayor parte de la
tropa (motivo por el cual, durante el día, se apreciaba un notable descenso en
la eficacia militar). Pero, al ponerse el sol, todos se alegraban de que los
músicos siguieran allí para amenizar la velada. Así que, cuando –más adelante– se
les sumó un acordeón, ya nadie se extrañó de que lo tocara el enemigo. Y claro,
como cada vez dormía menos gente en ambos bandos, la guerra de trincheras pasó
a ser un ejercicio de tiro al blanco sin premio para nadie. En cambio, el ocio
nocturno ganó en intensidad y en primavera dieron comienzo las sesiones de
baile. Al llegar el otoño, las lluvias aguaron la fiesta y en invierno
volvieron las noches estériles. En una de ellas, a alguien le dio por liarse a
tiros con los de enfrente, cuando algunos casi habíamos olvidado que sabía
disparar.
El ser humano lleva la guerra en la sangre. Menos mal que en esta parte del mundo vamos desarmados.
ResponderEliminarUn abrazo.
No creas, José Antonio. Desarmados sí, pero beligerantes. La misma sangre en todas partes. Un abrazo.
EliminarTu relato me ha llevado de la esperanza a la desesperanza. Qué bien manejas el fluir de las emociones con tu escritura.
ResponderEliminarSaludos
Pues lo tuve atascado mucho tiempo buscando un final feliz. Pero al final me pudo el pesimismo. Demasiado confinamiento, Inma. Gracias por entrar. Un abrazo.
EliminarAins qué lástima! Por un instante creí que leería un final feliz! Qué ilusa!
ResponderEliminarNada más real que la vida misma.
Quizá nunca debieron dejar de tocar.
Qué pena que al final el "proyecto musical" no se consolidara, una ocasión desperdiciada para acabar con la guerra.
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