La veía al otro lado de la
cristalera del bar, situado frente a la parada del bus que yo cogía cada mañana.
Ella se movía de un lado a otro detrás de la barra, sirviendo café y bocadillos
a una muchedumbre que a esa hora llenaba el local. No me costaba nada entrar y
pedir cualquier cosa para entablar contacto, pero preferí hacerlo a través de
la luna que nos separaba. Escribí aloh con mi barra de labios color fresa, procurando
que no se diera cuenta. Supuse que lo leería antes de salir a limpiar aquel escaparate
en el que aparecían, pintadas sin demasiado esmero, las especialidades de la
casa. Al día siguiente, ella debió escribir sóida desde dentro, con un lipstick morado mate. Yo reaccioné dibujando
apaug. Me respondió edrob. Eso me dio esperanzas, y a partir de entonces la
luna transparente fue testigo mudo de aquel singular duelo de pintalabios. Yo
le decía roma y ella oesed. Después le hice saber que me llamo ANELE. Ella se
presentó como ENERI. De ahí pasamos a palabras lascivas, de trazo cada vez más
pequeño y tembloroso, que ocultábamos en los extremos del enorme ventanal. —Soy
yo —le dije el día en que, por fin, quise entrar a conocerla—. ¿Éfac? —me
contestó.
Me ha sonreído hasta el hígado, compañero. Ese cristal es un antepasado del actual whatsapp.
ResponderEliminarUn abrazo.
Bonita manera de conocerse y entablar relación.
ResponderEliminarEl cristal de un escaparate es un medio de comunicación infravalorado. Hay que forzar un poco la situación para que se preste a hacer de intermediario, al menos en la ficción. Gracias por vuestros comentarios y vuestra complicidad. Un abrazo.
ResponderEliminarQué bueno
ResponderEliminar