En el intermedio del concierto dejé
olvidado el móvil en el servicio de caballeros. Me di cuenta al volver a mi
butaca junto a mi mujer, pero cuando corrí al servicio a buscarlo había
desaparecido. No recuerdo una sensación de pánico tan intensa desde que
suspendí por cuarta vez el examen para el permiso de conducir. Mi esposa notó
al instante que estaba níveo como un cadáver, y al decirle el motivo me echó en
cara que, por culpa de mi descuido, perderíamos la llamada que esperábamos del
hospital sobre la intervención de mi suegra, sentada a su lado. Enseguida las
oí a las dos cuchichear sobre mi torpeza, y poco después fue mi suegro quien se
lamentó del vandalismo que impera en nuestra sociedad, en la que se van
perdiendo, uno tras otro, todos los valores cívicos. Los últimos en reírse de
mi desgracia fueron mis hijos, frente a quienes debí aparecer como un padre sin
pene o cosa por el estilo. Al acabar el concierto se me ocurrió pasar por la
taquilla del auditorio, por si alguien había encontrado el maldito teléfono. Cuando
me lo devolvieron salí a la calle y, mientras recuperaba mi agenda y mis
contactos habituales, me sentí el hombre más solo del mundo.
Vivimos enganchados a la tecnología, pero cuando te fallan las personas queridas es la soledad total.
ResponderEliminarUn abrazo.
Es verdad. La tecnología nos distancia tanto como nos acerca. Es una arma de doble filo. Un abrazo, José Antonio.
ResponderEliminar